No hay má ngando que batalla!!!
Quien pretenda estudiar, enseñar o practicar la Regla del Palo Monte Mayombe debe asumir una responsabilidad enorme y un compromiso con la verdad histórica, la coherencia cultural y la fidelidad a los linajes. No basta con leer diccionarios, ver videos en redes o tener acceso a bibliografía africana para comprender los pilares profundos de esta religión nacida del dolor, la memoria y la resistencia. Es un acto de ignorancia —y peor aún, de arrogancia— intentar comparar, fusionar o reestructurar nuestra religión afrocubana basándose en paralelismos superficiales con formas actuales del culto bakongo o de otros sistemas africanos.
La Regla del Palo Monte es una religión cubana, nacida y forjada en el crisol del Caribe, marcada por la esclavitud, la violencia colonial y la creatividad cultural de un pueblo que no se rindió. Es una tradición acriollada, insular y propia, que si bien tiene raíces en el África bantú, fue levantada con los fragmentos que trajeron los jóvenes congos esclavizados —no sacerdotes ni ancianos guardianes de linajes ancestrales— sino muchachos arrancados de sus tierras para ser fuerza bruta de ingenios azucareros. A ellos se les exigió olvidar, adaptarse, sobrevivir. Y con lo poco que recordaban, crearon una religión nueva, sólida, coherente, funcional. A ellos, y no a ningún académico ni «sabio africano» de internet, les debemos el Palo Monte.
Por tanto, es inaceptable e irresponsable querer reescribir esa historia con base en lo que dicen libros de mitología, tratados lingüísticos o videos virales. Las comparaciones entre el kikongo de los textos modernos y la lengua ritual del Palo son erróneas si no van acompañadas de una metodología lingüística rigurosa. Los falsos cognados, los significados divergentes y la complejidad dialectal del kikongo hacen inviable —y ridículo— extraer conclusiones desde el desconocimiento. Comparar sin método es inventar.
Este error, que hoy prolifera en las llamadas “reconstrucciones” del Palo Monte, se extiende también a los nkisi, a los nombres, los procedimientos y hasta a las narraciones míticas. Lo viví en carne propia en mis primeros años como investigador, y aprendí que sin respeto por el contexto histórico y sin formación profunda, todo intento de “corregir” o “reconectar” es simplemente un acto de colonización disfrazado de rescate.
El Palo Monte Mayombe no necesita que nadie lo “restaure”. Está vivo, con sus cantos, sus rezos, su lengua, su fundamento y sus formas rituales tal como fueron transmitidas por nuestros ancestros, los que lo construyeron en el monte, en el palenque, en la oscuridad del barracón, en las plazas y casas de santos, enfrentando fusiles con machete y fe. Esos son los verdaderos fundadores de nuestra religión. Ellos la consolidaron, ellos la defendieron. Nadie vino de África a protegerlos. No llegaron hechiceros poderosos a salvarlos del hambre ni del cepo. Fueron ellos, y solo ellos, quienes hicieron de Sarabanda, de la Madre Agua, del Nkuyo, del makuto y de la mpaka, herramientas de poder, protección y guerra espiritual.
¿Quién osa decir que Sarabanda es un invento? ¿Con qué derecho alguien afirma que tal palabra debe decirse de cierta forma porque así aparece en un diccionario? ¿Quién puede corregir un kutuguango afrocubano desde la comodidad de una red social o el exotismo de una feria espiritual? ¿Quién se cree con la potestad de declarar que nuestros nkisi están mal confeccionados, porque no se ajustan a los estándares del Congo actual?
A quienes hoy se disfrazan de portadores de la verdad “auténtica”, vendiendo nkisi africanos como si fueran fundamentos, cruzando ngangas con “tratados secretos” sacados de algún foro digital o repitiendo letanías extranjeras sin haber sudado una sola gota de monte en Cuba, les digo: no son más que charlatanes, comerciantes de la fe, bufones de un circo religioso donde lo sagrado ha sido reducido a espectáculo.
No. El Palo Monte Mayombe no es un capricho folclórico ni una réplica de cultos africanos idealizados. Es una religión autónoma, seria y eficaz, que ha acompañado durante generaciones a los oprimidos, marginados, perseguidos y necesitados. Es un refugio, una herramienta espiritual, una trinchera y una bandera de identidad. Ha sanado, ha protegido, ha dado respuestas donde el sistema no pudo darlas. Y lo ha hecho a su manera, con sus reglas, su cosmovisión, sus mambos, su lenguaje y su ritualidad propia.
Quien se llame religioso, quien se sienta mayombero, tiene la obligación moral de proteger ese legado. Cambiar una sola palabra mal dicha que nos fue transmitida por nuestros mayores es traición. Alterar un mito, corregir un rezo o modificar un fundamento porque no coincide con la práctica africana contemporánea es una falta grave contra la memoria de los que murieron por mantener viva esta fe. Nuestro deber es preservar, no reformar.
Porque si los kindoki africanos no liberaron a Cuba, si los jefes tribales no cruzaron el Atlántico para defender a sus hijos esclavizados, si ningún brujo del Bakongo actual peleó en Yara, en Baraguá, ni en la Ciénaga de Zapata… entonces el mérito es enteramente de nuestros ancestros. Y a ellos debemos lealtad. A sus palabras, a sus formas, a sus silencios.
Yo no cambio nada. No mezclo nada. No corrijo nada. Yo soy mayombero de verdad, de los que creen que “no hay má ngando que batalla”, y que si estamos aquí es porque otros cargaron sobre sus hombros este legado. A nosotros nos toca no mancharlo.
El Mayombe no se entrega, se merece. Y el primer paso es el respeto.
— Nfumo-nganga Ralph Alpizar