La Secta Conga de los “Matiabos” de Cuba
Por: D. Fernando Ortiz
Carlos Manuel de Céspedes, por el artículo 8 de su memorable decreto de 27 de Diciembre de 1868, dispuso lo siguiente: «Serán declarados libres desde luego los esclavos de los palenques que se presentaren a las Autoridades Cubanas, con derecho bien a vivir entre nosotros o a continuar en sus poblaciones del monte, reconociendo y acatando el Gobierno de la Revolución.» Por ese decreto «las poblacio- iics del monte», o sean las de los palenques, quedaban incorporadas a Cuba Libre; y aun después del llamado Pacto del Zanjón, que no fué en realidad sino una tregua forzosa, las «poblaciones del monte» siguieron libres y aisladas a manera de reducciones o refugios mambises, esperando la reaparición de la estrella cubana en una nueva alborada de sangre. Esto no fue sin excepciones lamentables, pues casos hubo harto bochornosos en que ciertos jefes insurgentes, al lerminar la guerra, hicieron porque algunos grupos de sus soldados negros, aunque ya libertados y libertadores, perdieran de nuevo su libertad. Así lo refirió el General José Lacret a otro gran mambí, el Coronel Ramón Roa, quien lo consigna en su realista libro A pie y descalzo. «Los jefes de las fuerzas sublevadas que se sometieron al comandante general español del departamento oriental, en su mayoría obtuvieron una tregua, como era de rúbrica, para realizar el acto; pero durante su transcurso se avistaron con los dueños de los cafetales, cuyos esclavos constituían el grueso de las fuerzas concentradas, al frente de las cuales, con su poderoso concurso, habían clamado libertad, para ajustar la remuneración per cápita que correspondía a la restitución de aquellos siervos a sus antiguas labores.» Algunos atribuyeron esa actitud a una represalia contra los matiabos. ¿Quiénes fueron los matiabos?
Por matiabos o matiaberos se entendían ciertos cimarrones apalencados y belicosos, que durante aquella larga guerra de independencia cubana estuvieron muy en contacto con las fuerzas mambisas, en Oriente, a veces a su lado participando en la contienda, pero produciendo en ocasiones tropelías y desórdenes. En nuestro libro Los Negros Brujos, de 1906, escribimos: «En un artículo publicado por F. López Leiva en La Discusión, de la Habana, el 13 de agosto de 1903, se refiere por un testigo ocular el siguiente curioso caso de adivinación en un palenque: «A poco tropecé con una partida de negros desarmados y medio desnudos. Me dijeron que eran cubanos y me condujeron al campamento de su jefe. Yo había oído hablar algo de los matiabos y sabía que éstos eran unos cimarrones que vivían ocultos en los montes, huyendo, guardándose tanto de los cubanos como de los españoles, siendo mitad brujos y mitad plateados o sean bandoleros que alegando ser afdiados a uno de los ejércitos beligerantes cometían toda clase de delitos. El campamento de los matiabos estaba situado monte adentro en un claro como de dos vesanas de tierra. En el centro había una especie de altar hecho con ramas y cujes, y encima de todo aquel catafalco habían puesto un pellejo de chivo, relleno de tal suerte que parecía vivo. Dentro de la barriga y sobre el altar tenía mil porquerías, tales como espuelas de gallo, tarros de res, caracoles y rosarios de semillas. Aquel pellejo era el , Matiabo, el dios protector del campamento (. . .). Recuerdo todavía —dice el mambí Cástulo Martínez— el modo de explorar la tropa que tenían los brujos aquellos. Puestos en rueda alrededor del chivo, cantaban el taita:
Buca guango, io buca guango …
Y el coro repetía: cacara, cácara, caminando … y empezaban a gritar y saltar como endiablados. De pronto a una de las negras, porque también había mujeres, se le subía el santo y le daba una sirimba. Caía al suelo revolcándose, echando espuma por la boca, y el resto del palenque seguía cantando como si tal cosa. Luego taita Ambrosio se dirigía a la accidentada y le preguntaba tocándole la cabeza: Ma fulana, ¿dónde etá la tropa? Joropa ma ceca, en tal punto, respondía ella, sin dejar sus revolcones. Y el punto señalado estaba siempre a diez o doce leguas de distancia. Los matiaberos repetían el nombre del lugar y armaban el escándalo padre con sus gritos y los toques de tambores, forrados con piel de jutía. «Yo miraba todo aquello con curiosidad y temor, porque sabía que aquellas gentes en algunas ocasiones habían rociado el chivo con sangre humana.»
El célebre escritor mambí Ramón Roa, con su pluma clara, verista e incisiva, ya con anterioridad había referido en síntesis quiénes eran los matiabos. «Ofrecimos al brigadier nuestros servicios, los cuales, con mil amores fueron aceptados, para honrar nuestra visita, agregándosenos consecuentemente al estado mayor de aquella flamante brigada compuesta, cuanto a infantería, de refunfuñadores matiabos, secta endiablada y misteriosa de hombres ignorantes y ultra- peligrosos los que en aquellos tiempos eran cazados para traerlos a prestar servicios a la república, ya que de míseros esclavos habían pasado a ser ciudadanos libres.
Eran los matiabos dados a su cantinela de «Cubilé, cubilé, cubilín nganga, cubilé», más que a montar guardias y a pelear; y llegaron a convertirse en una plaga tan funesta y peligrosa que necesario fue tiempo adelante averiguar quiénes eran sus cabecillas, dando lugar a un proceso sumarísimo, a consecuencia del cual fue pasado por las armas, no obstante sus aparatosos exorcismos e invocaciones a sus estrafalarios ídolos, el entonces nombrado Tata Ezequiel, que fue entre ellos gran profeta, poderoso sultán y sacerdote, con su sacramental serrallo, construido de guano y cujes, a caballete de yaguas, el cual, gracias a su arquitectura, estaba bien resguardado de profanaciones visuales, mientras que el sistema bien aplicado de vara en tierra ponía a raya a roedores y mosquitos».