«MATIABOS» (Parte 2)
«MATIABOS» (Parte 2)

«MATIABOS» (Parte 2)

La Secta Conga de los “Matiabos” de Cuba

Por: D. Fernando Ortiz

En los palenques de Cuba, así por la Sierra Maestra como en la Sierra de los Organos, junto con los esclavos ci­marrones hubo negros emancipados, horros o libres, y no pocos blancos fugitivos de la justicia; y a mediados del si­glo xix también se mezclaron con los apalencados, muchos indios yucatecos y apaches de los millares que fueron traídos desde México a Cuba como «contratados», prácticamente como esclavos, cuando la trata negrera fue muy perseguida y costosa y las convulsiones internas mexicanas, proporcio­naron prisioneros de guerra que en Cuba se compraban para las plantaciones. Toda la fragosa serranía oriental, desde Campechuela (diminutivo de Campeche), La Maya (por la india maya), hasta Yateras, Guantánamo, Bañes y Baracoa, se llenó de esos palenques; y de sus poblados proceden los numerosos mestizos, que la fantasía romántica llama «in­dios» y se empeña en suponerlos descendientes de los aborí­genes y contemporáneos de Hatuey y Guamá, de los de hace cerca de cinco siglos, y no de los mexicanos que llegaron apenas hace una centuria. A ese error, muy generalizado en Cuba, fue arrastrado por erróneas informaciones locales y sin fundamento científico alguno, un antropólogo inglés. Tu­vimos ocasión de impugnar oralmente sus conclusiones en el Congreso de Americanistas de 1952, celebrado en la Univer­sidad de Cambridge; pero no logramos convencerlo de lo in­fundado de su tesis.

También en Cuba, a comienzos del siglo XIX, con los ne­gros rebeldes y apalencados hubo conferencias, negociacio­nes, pactos, salvoconductos y «papeles» firmados por el Gobernador y el Arzobispo de Santiago, en los cuales se ha­cían tratos «de paz y libertad» con los representantes de los negros, «como si fueran plenipotenciarios de un gobierno re­conocido». Así se observa en el estudio publicado no ha mu­cho por el historiador Francisco Pérez de la Riva. En la toponimia de toda Cuba hubo y todavía se conservan muchos poblados denominados Palenque o Cimarrones y otros con nombres en lenguas africanas (Songo, Hongolosongo, Bem- ha, Arabos, Motembo, ñlagarabomba, Cambu-te, Cañongo, Camarioca, Managua, Manacas, Jimaguayú, Zaza, Cacar ají- cara, Chambas, etc.) que en sus orígenes fueron refugio de cimarrones o lugares de negros.

Esto aparte, piénsese en la triunfante revolución separa­tista de Haití, a fines del siglo xvm, y su independencia lo­grada contra las fuerzas de Napoleón y reconocida internacionalmente antes que se libertaran las otras colonias latino­americanas, y se comprenderá cuán errónea fue la creencia de que los esclavos negros no sentían el anhelo de su libertad.

Sería ocioso que señaláramos aquí, por ser bien sabidas, las rebeliones y resistencias que los negros y mulatos reali­zaron en Cuba para romper sus cadenas y cepos y ganarse las libertades. Bastará citar como famosos héroes históricos al moreno Aponte y al pardo Maceo. Sin la liberación de los esclavos y sin la cooperación de los negros, el pueblo cu­bano, del cual aquéllos formaban parte integrante, no habría podido alcanzar su independencia nacional. La fecha de la abolición de la esclavitud, declarada por los libertadores cu­banos en armas, debiera conmemorarse anualmente en Cuba, como las efemérides del 10 de Octubre y la del 24 de Fe­brero.

Es incierto, y sería pérfida demagogia sostenerlo, que todos los negros fueron separatistas. Así como en los inge­nios y cafetales hubo mayorales «de color», que también aji­laban a los esclavos para la fagina a fuerza de rebencazos, así en las ciudades populosas había negros horros o aun en servidumbre que estaban resignados con su situación perso­nal, la que les daba a veces ciertas seguridades de relativo bienestar y buenas esperanzas de emancipación. España, sin duda, contó en Cuba con batallones y guerrilleros morenos y pardos; pero siempre fueron minoría, sobre todo en la se­gunda mitad del siglo xix cuando, con la abolición de la esclavitud por los mambises, ya los cubanos, blancos y ne­gros, podían trabajar juntos no sólo como separatistas de España, sino como independizadores de su patria común con instituciones democráticas, republicanas y electoralmente igualitarias.

En esas lachas por la libertad intervinieron hasta los más incultos negros africanos, muchos de los bozales recién traí­dos de Africa, que en las plantaciones y partidos rurales habían logrado fugarse a los bosques y serranías como ci­marrones, apalencarse y vivir aislados, aun sin ajuste ni transculturación a la vida cubana, e inconscientes de la in­tegración nacional y política que por los criollos se trataba de conseguir.

Es interesante observar cómo en esas rebeldías e insu­rrecciones de esclavos africanos, éstos practicaban los ardi­des estratégicos que les eran usuales en Africa. Ya citamos los medios materiales, las empalizadas, fosas y trampas de que se valían, así como las macanas, lanzas y machetes que tenían a su alcance. Pero también usaban recursos de reli­gión y de magia. Acaso el más eficaz de éstos era el suicidio, que es la última defensa del desesperado. Como los indios cubanos a veces se libraban de la opresión de los conquista­dores por el envenenamiento con jugo de yuca agria o con la ponzoña de cierto rejalgar, así los negros se mataban no sólo aisladamente sino por grupos, produciéndose por sugestión epidemias de tanatomanía. Indios y negros creían que en otra vida ultramundana les iría mejor. A veces se suicidaba gran parte de la dotación de un ingenio, creyendo que al morir resucitaban allá en su tierra africana. Tan arraigado „fue este criterio que cuando un negro se suicidaba los mayo­rales de la plantación lo mutiliban para que así al resucitar no pudiera hacerlo íntegramente. Estos suicidios por grupos eran a modo de una «huelga de brazos caídos», perenne e invencible, que hería de modo inexorable los intereses del amo. Era ésta una liberación total de los esclavos; una estra­tegia religiosa que ellos creían definitiva y triunfadora. Pero no era la úpica estrategia africana de ese género a que acu­dían los negros.

Es perfectamente comprensible que los bozales al suble­varse o hacerse cimarrones llevaran consigo sus creencias, ritos, ídolos y magias y qué las aplicaran en su nueva vida insurgente, como medios de ofensa y defensa. Es histórica la intervención de los sacerdotes y brujos negros en las he­roicas luchas de los esclavos aírohaitianos por conquistar su independencia. Dessalines era ‘»hijo del dios Loko (en lu- ‘ cumí, Oriclia Oko), como aún cantan en los templos o jun-fó del vodú. Tales creencias ancestrales se reflejan en el pabe­llón nacional, de aquella república, creado por Petión. Los colores y trofeos guerreros de la bandera de Haití son los de Ogún, el dios bélico de los dahomeyanos y yorubas. La alegórica palma real, que con un gorro frigio figura en el centro de su escudo, es la del dios Aviazán (en Yoruba, Osain), emblema de poder. Las tropas del rey Christophe entonaban un himno de guerra compuesto con la música de una canción infantil francesa y la letra de un conjuro maléfico de los tatas nganga congos:

¡Jei! ¡Jei!, ¡bomba! ¡Jei! ¡Jei! Kanga Bafiote, Kanga Mundéle Kanga Ndoki (la) Kanga fli)

Es el himno que luego los dominicanos convirtieron ca­prichosamente en un Areito de Anacaona, ¡una superviven­cia de la música india precolombina!, cuyos versos en lengua kikongo tradujimos al castellano en nuestro libro acerca de La Africanía de la Música Folklórica de Cuba.

Así como los blancos en sus guerras se encomendaban a San Jorge, a San Pedro o al Apóstol Santiago y hasta a la Santísima Virgen María (que en algunos países aún recibe el título militar, el bastón y la paga de Capitana Generala), así los negros africanos invocaban a Ogún o a Nsambí Mpungo; y se valían de sus conjuros y ritos como los cris­tianos de sus rogativas y bendiciones. Consta, por ejemplo, que en una sorpresa de palenques, cerca de Batgbanó, verifi­cada en la primera mitad del siglo xix, le ocuparon al negro cabecilla Mariano Mandinga, «cuatro jabucos con objetos de brujería». Cuando, hace ya una cuarentena de años, estuvi­mos hojeando y ojeando en el Archivo Naqional de Cuba los legajos de la causa instruida por las autoridades coloniales con motivo de la famosa Conspiración de la Escalera, halla­mos algunas referencias a muertes y envenenamientos de mayorales de ingenios producidos por medio de bebedizos con brujería. En las guerras de independencia solían lle­varse, por blancos y negros de ambas banderías, sendas me­dallas, escapularios, detentes, talismanes, amuletos, collares, makutos cargados, resguardos y otros objetos mágicos simi­lares para ser invulnerables contra las balas y todo género de acechanzas enemigas o «cosa mala» que les pudieran oca­sionar desgracias o muerte. No cabe duda de que, en la llamada «guerra de los diez años» (1868-1878), los negros fugitivos recién libertados celebraban en las maniguas sus embrujos, sortilegios, ceremonias, cantos y danzas tribales. Antonio Zambrana, en El Negro Francisco, novela de cos­tumbres cubanas, habla de ciertos negros mambises: «sus compañeros y él, acostumbraban reunirse periódicamente para celebrar los ritos singulares y fantásticos que prescribía la religión de sus padres, que entonces un negro anciano re­fería una historia de la patria en una canción compuesta por él. Un refrán melancólico que iba detrás de cada estrofa, que salmodiaba el viejo cantor, era entonado por todos, y ence­rraba siempre en una frase enérgica el tema de la narración. Nosotros, que durante la guerra de Cuba, hemos tenido opor­tunidad de asistir a estas ceremonias, sentimos no poder en­cerrar en algunas líneas una idea completa de la elocuencia salvaje y poderosa que hay en esas leyendas místicas, obra de un patriotismo que el espectáculo de la civilización no extingue».

En la «guerra de los diez años» ocurrieron los más inte­resantes episodios de esa africana estrategia de magia, prac­ticada por los cimarrones bozales. Fue famosa en la manigua insurrecta la brujería de los matiabos.